Internacional
El «manual» de la Iglesia para proteger a curas pederastas
El informe judicial sobre los crímenes de pederastia cometidos al interior de la Iglesia Católica a lo largo de casi 70 años en Pensilvania, Estados Unidos, reveló una cantidad exorbitante de casos y una compleja red de impunidad y encubrimiento por parte de los sacerdotes y la cúpula clerical, detallando los protocolos de acción por medio de los cuales la mayoría de las arquidiócesis conseguían «tapar» el problema e invisibilizar las agresiones.
En las primeras páginas, de hecho, se detalla que una vez cometidos los delitos el foco no estaba puesto en la ayuda a los menores, sino en sortear el «escándalo», tal como se decía en los múltiples documentos recuperados por parte de los investigadores.
Las quejas por abuso se guardaban en un «archivo secreto» que todas las iglesias estaban ordenadas a tener, consignado incluso en el Código de Derecho Canónico; la llave del lugar en donde se resguardaba el documento solo la poseía el obispo.
Los protocolos de ocultamiento de información resultaban tan sistemáticos que incluso agentes del FBI los analizaron, determinando los pasos que se seguían en lo que se describe como un «manual para ocultar la verdad». Los procedimientos, enumerados por orden de sucesión y dimensión de actuar, eran los que siguen.
Primero se establecía el uso de eufemismos para describir los ataques sexuales en los textos; nunca escribir «violación», sino «contacto inapropiado» o «problemas con los límites».
En segundo lugar, las investigaciones tenían que ser asignadas a compañeros del clero que no estaban capacitados para realizarlas, y se les encomendaba hacer preguntas «inadecuadas» para posteriormente hacer «determinaciones de credibilidad» sobre los colegas.
Luego, para dar una «apariencia de integridad», se mandaban curas a centros de tratamiento psicológico para ser «evaluados» y se les «permitía» a los expertos «diagnosticarlos» como pedófilos solamente basados en los «reportes personales» de los religiosos, independientemente de si habían sostenido encuentros sexuales con menores.
Como cuarto punto, si el cura debía ser trasladado a otra iglesia, no se debía decir porqué; solo había que informar que iba a tener una baja por enfermedad, que sufría de «cansancio nervioso»… o simplemente guardar silencio. El quinto punto es escalofriante: incluso si algún miembro violaba menores, no se le debían cortar los viáticos de vivienda y comida, aun con sospechas de que el dinero podía facilitar nuevos ataques: complicidad absoluta.
El sexto punto, si los ataques de los depredadores sexuales se conocían en la comunidad, en lugar de cesar al cura responsable de la actividad religiosa, simplemente se le removía a otro lugar «donde nadie supiera que era un abusador de niños».
Por último, y sobretodo, la manda era: «no le digas a la policía». Los abusos no se trataban como un crímen, sino como un «asunto personal», se trataba exclusivamente detrás de las puertas, en la intimidad; «en la casa» es la expresión usada en el informe.
La sistematización en el proceso de tratamiento de algo tan delicado como un cura abusador de menores, resulta abrumadora sobretodo cuando, explícitamente, se conoce que los ataques y los atacantes no eran desconocidos ni pasaban furtivos por debajo de la vista de la cúpula de la Iglesia Católica, sino todo lo contrario: los solapaban, justificaban, prevenían y ocultaban.
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