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Cultura

Descuidar humanidades por lo material es un error que a la postre se paga: González Crussí

Descuidar humanidades por lo material es un error que a la postre se paga: González Crussí

Pasaron casi 60 años para que el patólogo y ensayista bilingüe Francisco González Crussí fuera reconocido en el país donde nació, al que no se puede sacar, al que recuerda desde cuando vivía en la esquina de las calles Efrén Rebolledo y Bolívar, en la Obrera, una colonia popular que carecía por completo de librerías o bibliotecas a pesar de que sus calles tenían nombres de escritores mexicanos y, en cambio, ha sido famosa durante su historia por los bares, giros negros, cabarets y salones de baile.
 
A sus 83 años, vive en el piso 35 de un rascacielos en Chicago, en un departamento al que adjuntó otro donde los libros y sus cuadernos de notas acaparan los clósets, suplantan a los frascos de mermelada y otras conservas dentro de las gavetas de la cocina o hibernan junto a las sandías en el refrigerador.
 

Conversador y erudito, como su modelo y mentor Ruy Pérez Tamayo; humilde hasta al confesar que le da vanidad y prestigio recibir, después de seis décadas, un primer reconocimiento en México, González Crussí (1936) volvió a la ciudad donde nació a recibir el martes 19 de noviembre, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el VI Premio de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, que le otorgó la Academia Mexicana de la Lengua (AML) por su obra que incluye Notas de un anatomista (FCE), Partir es morir un poco (UNAM), Sobre la naturaleza de las cosas eróticas (Verdehalago), El rostro y el alma (Debate) o La fábrica del cuerpo (Turner).  
 
Médico patólogo y ensayista, que mantuvo una larga correspondencia con su par estadounidense Oliver Sacks, sufría en su juventud frente a los escaparates de la antigua librería Savoy, en el Centro Histórico, mirando los libros de la colección Clásicos, de la editorial Aguilar, que no podía comprar; y cuando pudo, adquirió las Obras Completas de Lucio Anneo Seneca, un volumen que desde su adolescencia lo ha acompañado a todas sus casas en el Distrito Federal, Florida, Colorado, Indiana, Ontario o Kingtson.
 
–¿Cómo se siente con este reconocimiento de la Academia?
 
–Es un gran honor, por el prestigio y la antigüedad de la institución; en segundo lugar, aparte del prestigio y la vanidad de haber ganado el premio, el hecho de que se me reconoció después de que he vivido en el extranjero 60 años, se dice fácil pero 60 años son varias generaciones. Y 60 años sin hablar español, porque, en mi casa, mi esposa no es mexicana –tampoco es americana, es china– y mis hijos, absorbidos por la cultura de Estados Unidos, si hablo yo en español, me responden en inglés. Y en el curso del tiempo, se va perdiendo, así que para mí mantener la cultura escribir en español era como mantener la identidad personal, porque yo soy mexicano, no lo puedo evitar; alguien decía que es muy  fácil sacar de México a un mexicano, pero es muy difícil sacar a México de un mexicano, creo que es lo que me pasó a mí. Entonces, aunque escribí buena parte en inglés, como era natural para abrirme el campo y establecerme como escritor allá, no dejé de escribir y leer en español de forma ávida, como el náufrago que se aferra a una tablita salvadora para flotar, para no perder la identidad hispanoparlante, la cultura hispánica en general, más específicamente la cultura mexicana.
 
–¿Cómo un médico, un patólogo, llega a ser escritor, y cómo un escritor llega a ser patólogo y médico?
 
–Eso le ha llamado la atención a mucha gente: cómo se hacen autopsias en la mañana y se escriben ensayos en la noche. No me quejó porque me ganó siempre popularidad. La BBC se interesó precisamente por eso, y fueron a Chicago a hacer una película. La BBC es muy poderosa y tiene mucho dinero, así que me trajeron a México, filmaron hace más de 20 años. Antes de estudiar medicina tenía yo gran afinidad por las humanidades, por la literatura, sobre todo. Pero le contaba que nací, me eduqué y me crié en un rumbo en realidad humilde, aquí en Ciudad de México, mi madre venía de provincia, en tiempos de la Revolución, pobre, tuvo una educación que llegó hasta el cuarto año de primaria, nada más, mi padre murió, me crié huérfano con una madre viuda. Y tener que dedicarse a la literatura y a la filosofía, que era realmente mi preferencia, hubiera sido un crimen, había que ganarse la vida. Además, la medicina es intrínsecamente muy interesante, así que no dudé en estudiar medicina, primera porque es un campo sumamente interesante y me gustaba, aunque no hubiera sido el primero, el primero habría sido filosofía y letras. Yo ya había cultivado mi afición por las letras, de manera que cuando llegué a las actividades propias del patólogo, como es abrir cadáveres, es una experiencia verdaderamente estremecedora, eso me sugirió muchas ideas y me mandó a muchas lecturas. Y de ahí nació mi idea sobre lo que yo estaba haciendo. Mis primeros libros fueron sobre las actividades del patólogo, la visión de las enfermedades, eso me dio pie para los ensayos. De no haber sido eso, no lo hubiera hecho, hay un patólogo americano que me decía: tú escribes porque tenías una cultura humanística previa.

Foto: Cuauhtécatl Santiago

–Usted dice cultura humanística, yo pensaría también en renacentista, Da Vinci se dedicaba un poco al estudio de la patología, de la anatomía, por decirlo de alguna manera. Y Flaubert fue médico. Hay una tradición de artistas, escritores relacionados con la medicina. ¿Quién fue para usted su modelo?
 
–La personalidad brillantísima del doctor Ruy Pérez Tamayo. Aunque curiosamente no fui su alumno. Por razones de dónde yo vivía, del vecindario y eso, cuando empecé a ir al hospital a prácticas, me quedaba más cerca el hospital Juárez, que ya no existe, y ahí me encarrilé; pero el doctor Pérez Tamayo a veces venía a hacer presentaciones de casos que veían ellos en el Hospital General y me deslumbró como a tantos otros estudiantes su conocimiento, su manera de presentar las cosas. Me preguntaba cuál era mi modelo. Mi modelo fue el doctor Pérez Tamayo, fue por él que decidí la patología como especialidad y también por tratar de imitarlo en sus varias actividades, no sólo médicas, él lee mucho.
 
–¿Cómo es su biblioteca? ¿Cuáles son sus preferencias literarias?
 
–Pienso que porque pasé mi infancia y juventud con mucha estrechez de medios, muy poco dinero, siempre quería yo libros. Me acuerdo que veía algunas librerías del centro de la ciudad de México, que ya no existen, en aquel entonces había un pasaje, el Savoy. Y había a la entrada la librería Savoy que tenía colecciones exquisitas, por ejemplo de la colección de cuero oscuro, de Aguilar. Y las veía yo  desde la ventana y suspiraba porque jamás hubiera yo podido pagarlas. De vez en cuando me hice de una, ahorrando aquí y allá. Y por eso, cuando ya tuve los medios de comprar, compré muchos libros más de lo que jamás voy a poder leer. Ya no cabían los libros en mi apartamento. Vivo en un rascacielos, en el piso 35, en Chicago. Compraba lo que me interesaba, pensaba: “Lo leeré ahora o después, pero lo tengo”. Y llegó el momento en que ya cabían en el departamento, entonces compré el de junto, uno pequeño, una gran recámara con una cocineta y un clóset bastante grande que está todo lleno de libros; está mi casa con algunos libros y además el otro apartamento, que es mi biblioteca. Tengo más libros de los que podré leer; si me pongo a leer libros 24 horas diarias hasta el día de mi muerte, no voy a acabar con todo lo que tengo ahí, soy muy selectivo ahora, si es algo especial, lo leo.
 
–¿Recuerda cuál fue el primer libro que lo conmovió por primera vez?
 
–De muy joven, mi madre trabajaba para poder sostenerme a mí y a mi hermana, y era cosa que si no trabaja un día no había de comer al día siguiente. No tuve esa infancia que ahora veo que hubiera sido lo preferido: que los padres leen cuentos a sus hijos, les estimulan la imaginación. Yo hice lo que pude por mi propia cuenta y por benéfica influencia de vecinos, alguna familia judía, y los judíos creo yo que tienen esa ventaja, respetan mucho la cosa académica, fue una influencia positiva, pero no en la forma ideal de los padres que estimulan la inteligencia y la imaginación del niño, no fue nada de eso. Más tarde leí un libro de la colección de Aguilar, precisamente; fue uno de los primeros que pude comprar en México, las obras completas del filósofo Lucio Anneas Seneca, traducidas del latín por un erúdito español que se llama Lorenzo Riber. Es un libro que me ha acompañado toda la vida, desde que salí de México, lo he guardado por donde quiera que he andado, viví en Florida, con miedo a que se contaminara de moho por la humedad, después viví en Michigan, despúes en Canadá seis años donde tenía miedo que el hielo lo fuera a dañar y lo tengo todavía. No lo llevo en mis viajes, pero está en mi casa todo el tiempo, más de 60 años que lo compré de adolescente. No sé por qué me gustó tanto. El estilo es oratórico; como está escrito en latín y traducido por un buen erúdito español, suena con frases de mucho sonido, como un orador, y los temas son de la vida humana: por qué el orgullo, por ejemplo. Un famoso ensayo es sobre la ira, describe qué le pasa a una persona iracunda, por qué es criticable el enojo. Si hubiera sido cristiano Seneca, habría dicho que porque es un pecado, pero era un filósofo pagano. Y para mí fue fascinante, quizás porque lo leí en un época en que me impresionó.

Foto: Cuauhtécatl Santiago

–Encuentro una afinidad suya con Oliver Sacks. ¿Tuvieron ustedes algún contacto?
 
–Con Oliver Sacks tuve una buena correspondencia, muy amable el hombre, sumamente amable. En una ocasión Letras Libres tenía el proyecto de mandarme a Nueva York para establecer una conversación con él, pero por un motivo u otro nunca se hizo, así que mi contacto con Oliver Sacks fue puramente por correspondencia y al final decayó mucho, porque tenía no sé qué problema en los ojos, y tenía que mandar la carta con las letras grandes para poder leerlas, eso como que le molestaba un poco, pero fue un gran hombre, sin ninguna vanidad, ni nada, magnífico. No es crítica, porque él está fuera de toda crítica, está establecido como una figura de la literatura, pero su campo era restringido a la neurofilosofía, fuera de eso no se metía con nada más. No pienso publicar esas cartas, eran personales.
 
–Leí en algún lugar que usted guarda cosas en los libros, como si fuera parte de su biografía de lector o de la biografía del libro. ¿Es cierto esto?
 
–No, en general, no. De vez en cuando me da por escribir en los márgenes con lápiz, pero siempre lo hago con reticencia, porque se me figura que estoy lastimando el libro, muchos están tan lastimados que no tengo reparo en hacerlo. Pero, no, en general no guardo nada en los libros, los tengo en la biblioteca y la biblioteca ha crecido; algunas personas se ríen porque cuando van al otro apartamento, donde tengo la biblioteca, todo está lleno de libros: el clóset está lleno, la cocineta tiene sus gabinetes y, en lugar de ver especies y mermeladas, están lleno de libros. El refrigerador está lleno de libros.
 
–¿Qué libros guarda en un refrigerador un patólogo?
 
–Eso me han preguntado ¿por qué están esos libros? Eso es porque cuando comencé a mudarlos no tenía dónde ponerlos y los puse ahí. No, no hay ningún simbolismo. Tal vez la pornografía debería ir ahí, ese tipo de cosas, ja, ja, ja. Tengo sobre todo cuadernos de notas míos en el refrigerador; al principio estaba sin la temperatura, pero ahora, como mi esposa de vez en cuando guarda algo ahí, todo lo hacemos en el departamento donde vivimos, pero de vez en cuando compra una cosa que no cabe ahí, por ejemplo una sandía, entonces le digo: “Vamos a ponerlo en el otro”. Entonces ahí están unas notas mías junto con una sandía y libros como el de un autor americano no muy bueno.
 
–Un día le comentaba a Juan Villoro que para mí los libros sin leer en los libreros se me figuraba que estaban en un panteón; dado que usted es patólogo ahora me imagino los libros en el refrigerador como si estuvieran en la morgue.
 
–Ja, ja, ja. No, cayeron ahí algunos a la hora de trasladarlos de un lado a otro; no son muchos, son sobre todo cuadernos de notas, estaba uno sobre la cabeza, de un autor poco conocido, un libro malo.
 
–Cuando estudiaba patología supongo no había muchos cadáveres para estudiar; ahora tenemos muertos hasta para exportar. ¿Qué opina sobre lo que ocurre en México?
 
–Eso sí me duele. Se dice que el número de muertos, y lo dice el presidente allá en EU, el número de muertos es mayor que el de países que en conflicto de guerra, Afganistán, Siria. Es una cosa triste. Pero hay suficiente gente de buena voluntad en México que van a salir adelante, no de inmediato. Ahora se habla de esta cuarta transformación. Si hay que trazar un paralelo con la patología y la anatomía: se ha dejado crecer el cáncer con metástasis por más de 70 años, así que no lo van a curar en un sexenio, pero puede ser que sí lo detengan en un sexenio y, a la postre, confío en que van a salir. México tiene una historia muy antigua, lo van a superar, pero por ahora es sumamente doloroso, viene de tantas causas: la corrupción, la educación, porque un pueblo educado no permite que esas cosas se desarrollen así como así. Con un ataque multidisciplinario, tengo la esperanza de que van a salir.
 
–Durante el sexenio de Vicente Fox se eliminaron materias humanísticas de la educación básica, ¿cree que eso haya influido con la situación actual?
 
–Cuando esas materias se enseñan bien, completan la personalidad humana. Una cosa es la técnica y la información, eso le dice cómo hacer las cosas; pero el humanismo le dice para para qué hacer las cosas, de qué sirve hacerlas y si vale la pena o no hacerlas. Descuidar las humanidades en favor de la cosa puramente material y técnica es un error que a la postre se paga y tal vez contribuyó a que no se detenga la criminalidad.
 
–¿En qué barrio nació en Ciudad de México?
 
–Nací en la colonia Obrera, ahí nací y pasé toda mi juventud, y me fui ya hecho un hombre a los 25 años. Nací en la esquina de Efrén Rebolledo y Bolívar, qué cosa rara que hicieran esquina el general con el poeta, sólo en México se ven esas cosas. Algo que lamento mucho es que en toda la colonia Obrera no hay ni una sola biblioteca ni una sola librería, no había ni creo que haya ahora. Así que yo pasé 25 años de mi vida bajo la égida de Efrén Rebolledo y nunca supe quién fue; cuando tenía 50 o 60 años, de vacaciones me fui a Mérida, y ahí me encontré las Obras Escogidas de Efrén Rebolledo, ahí me enteré que había sido diplomático, poeta, que se fue de México a Noruega y sus hijos crecieron como noruegos. Yo no sabía nada de nada. Está muy bien que las calles (de la Obrera) sean nombradas con nombres de escritores ilustres: Juan A. Mateos –siempre creí que era una mujer “Juana Mateos”–; de un lado estaba Roa Bárcenas, Fernando Ramírez y Manuel Payno. Digo, pasé 25 años ahí, me acuerdo muy bien, me sé las calles de memoria: Juan de Dios Peza.
 
–¿Recuerda los cines de la Obrera?
 
–Recuerdo el cine Titán, y más adelante, ya no en la Obrera, el Teresa. Sí voy al cine, pero en los últimos tiempos estoy avanzado en mis ochenta y me cuesta trabajo. Ahora que estamos en las confidencias, cuando hablo y proyecto mucho la voz, hay ocasiones en que he tenido conatos de desmayo, nunca me he desmayado, pero he sentido una languidez, que se me va la sangre, si esto sigue me voy a caer. Cuando me invitaron a venir, pensé qué papelón vengo a hacer a México si me desmayo.
 
–Después de 60 años de carrera ¿a qué atribuye usted este premio de la Academia? Usted ha vivido una doble vida: de escritor y patólogo.
 
–Bueno, eso me ayudó incluso allá, porque la competencia es feroz y me ayudó la originalidad, porque no hay muchos; estaban Oliver Sacks, Lewis Thomas, y otros que son médicos que escriben, pero no hay ninguno que lo hiciera como yo, que escriba no sólo sobre medicina sino desde el punto de vista de las humanidades en general. En un ensayo yo puedo citar por un lado la literatura médica, New England Journal of Medicine, y por otro lado a Platón, a Flaubert. Todo, todo, creo que eso me valió mucho: juntar las humanidades, la literatura en general, con la medicina. Oliver Sacks excelente, pero confinado a la neuro; Lewis Thomas, lo mismo, un poco demasiado técnico, había uno Richard Szelser, cirujano, un excelente escritor, de estilo muy lírico, pero realmente era novelista. Siempre me valió tener una voz individual, el que junta o trata de juntar las humanidades con la medicina, eso me valió en Estados Unidos, de lo contrario nunca habría yo podido entrar en el círculo de los escritores que es muy cerrado y competitivo, pero la originalidad me ayudó.
 
–Si usted tuviera que definirse en una palabra como médico, patólogo y escritor, ¿cuál palabra  escogería?
 
–No he pensado en eso. Pero me definiría como un mexicano en el exilio que se hizo preguntas que no se hace uno frecuentemente y que trató de hacérselas en dos idiomas, inglés y español. Últimamente estoy escribiendo más en español, porque tengo la impresión de que estoy cerrando el círculo, empezó por un lado y ahora hay que abrocharlo, abróchense el cinturón que ya vamos de bajada. Ruy Pérez Tamayo se sacó el billete de la lotería genética, qué bárbaro, tiene 96 años y está pero agudo como filo de cuchillo, ayer platiqué con él, estaba muy alerta, se cansa, ya no es como antes, pero su intelecto es muy brillante.
 
–¿Qué le gusta beber a usted?
 
–Por un tiempo estuve bebiendo vino rojo. Ayer me tiró de espaldas Ruy Pérez Tamayo, en una comida, pidió un tequilita y brindó por mi llegada y se lo echó de un tiro. Yo, licor muy pesado, no. Empecé a beber vino rojo en las comidas por razones médicas, después tuve problemas de varios tipos y la literatura misma empezó a dudar sobre sus beneficios; ahora no tomo mucho, pero, cuando tomo, es vino rojo. Por cierto, la Academia Mexicana de la Lengua, en la comida que hicieron en El Cardenal, qué buen vino, no supe cuál era, pero qué buen vino. Yo les decía: Qué buena vida se dan los académicos aquí. Y me dijeron que es excepcional por el premio.
 
–No habrá averiguado si el vino es bueno para salud, pero ya lo bailado quién se lo quita.
–Ja, ja, ja. Ese es uno de los mejores dichos: lo bailado quién te lo quita.
 
–La Obrera justo era famosa por los salones de baile.
–Sí, el salón Colonia, iba la pura broza. Llegué a ir por curiosidad, pero no sé ni bailar. Era para enterarme, era joven, vivía ahí, se hablaba tanto de eso. Había otros que nunca conocí: El Esmirna. Desgraciadamente los cabarets más icónicos estaban ahí: el Barbas, el Barbazul, El Burro, El Molino Rojo, el Tío Sam. Me han contado, ja, ja, ja. A veces duele México: ¿Cómo hay todo eso y ni una sola librería, ni una sola biblioteca? Ojalá eso cambie porque eso es un paso fundamental para salir del atolladero.

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