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Cultura

Dos décadas sin Stanley Kubrick

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Foto: Especial

El 16 de julio de 1999 se estrenó la que quizá era la cinta más esperada de aquel año, Eyes Wide Shut («Ojos bien cerrados», como le llamaron en países de habla hispana). Nicole Kidman y Tom Cruise, la pareja del momento, engalanaron La Mostra de Venecia en nombre de su director, quien para entonces ya no podía asistir: apenas cinco meses antes, un infarto al miocardio le había arrebatado al mundo el último gran cineasta del siglo que se nos fue.

Stanley Kubrick nació un año antes de la Gran Depresión, jueves 26 de julio, en el distrito metropolitano del Bronx, al noreste marginal de Nueva York. Ávido, curioso, desde muy niño cultivó su amor a la imagen y a la música, nunca faltó en las galerías del MAM ni a las partidas de ajedrez en Central Park. Tampoco olvidó pasar lista en las muestras cinematográficas donde disfrutó los clásicos del maestro del montaje, el soviético Sergéi Eisenstein («El acorazado Potemkin», «Octubre», «¡Qué viva México!»), y del germano Max Ophüls, cuyo celebrado filme, Letter from an Unknown Woman («Carta de una desconocida»), fue estrenado el mismo año que Stanley contrajo matrimonio con Toba Metz, con quien había compartido aula de clases. Pero una de las constantes a lo largo de su vida sería, precisamente, que el amor no iría más allá del éxito de sus películas.

Un año después de su segundo matrimonio, en 1951, se estrenaron sus primeras cintas: Day of the Fight y Flying Padre, dos cortos documentales de 16 y 9 minutos de metraje. Su película Fear and desire, de 1953, sería la primera ocasión en la que Kubrick trabajaría sobre un argumento bélico (fórmula que repetiría más tarde con sus multigalardonadas, y aún más recordadas, Paths of Glory, Dr. Strangelove y Full Metal Jacket), y al año siguiente estrenaría un nuevo documental de media hora sobre la vida en altamar titulado The Seafarers que, sin embargo, no sería sacada a la luz sino hasta cuatro décadas más tarde cuando, en 1993, el cineasta Frank P. Tomasulo la imprimiese y presidiese su archivo en la colección permanente de la Biblioteca del Congreso de la División Motion Picture.

Durante este periodo fue rodada Killer’s Kiss, que podría considerarse su primera película de ficción relativamente exitosa (Fear and desire fue calificada por el propio Kubrick como un trabajo amateur que no debía ser considerada entre la filmografía del neoyorkino). Apenas un año más tarde, Stanley coqueteaba con el cine negro: The Killing, en 1956, era una propuesta novedosa, con un montaje no lineal basada en la novela Clean Break, de Lionel White, publicado el mismo año que Killer’s Kiss.

Finalmente, el año de su segundo divorcio (con la bailarina y escenógrafa austriaca Ruth Sobotka), fue estrenado su indiscutible primer gran éxito: con Paths of Glory (1957), drama militar de la Primera Guerra Mundial que analiza la vida cotidiana en las trincheras y más allá de ellas, Kubrick desató una controversia en torno a la disciplina marcial y a la justicia castrense. Ese mismo año, comenzó un cuarto romance con la actriz alemana Christiane Harlan (su amorío con la bailarina Valda Setterfield no trascendería el set de Paths of Glory). Fuentes no oficiales sugieren que se conocieron durante el rodaje de «Senderos de Gloria», como se llamó en América Latina. Se casarían un año más tarde. Pero ya no se separarían sino hasta cuarenta años después, cuando un infarto al miocardio…

Kubrick inaugurará la década de 1960 con su primera superproducción, basada en la rebelión de esclavos que puso en jaque al Imperio Romano liderada por Espartaco, personaje histórico que da título a esta obra galardonada con 4 premios Oscar, entre ellos Mejor actor de reparto para Peter Ustinov, y Mejor fotografía a Color, para Russell Metty. El éxito lo perseguiría hasta 1962 cuando de nueva cuenta adaptaría una novela, esta vez del ruso Vladimir Nabokov: Lolita, protagonizada por Sue Lyon y James Mason; si bien su fama sería superada por la versión de 1997 dirigida por Adrian Layne (en lo que muy probablemente influyó la brillante interpretación de Jeremy Irons), no dejaría de ser uno de los trabajos más honestos del cineasta de origen judío (culto que, sin embargo, no practicaría en ningún momento de su vida).

A Kubrick hay que reconocerle que una de las primeras veces en que el espinoso asunto de la Guerra Fría fue tratado de forma pública a través del arte, fue precisamente con uno de sus filmes más recordados, a pesar de su largo título: Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb («Dr. Insólito o: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba», como las distribuidoras en Latinoamérica decidieron traducir de forma literal el título), o simplemente Dr. Strangelove, narra el delicado equilibrio de la guerra secreta (secreta ‘a voces’) mantenida por los líderes soviéticos y estadounidenses, particularmente intensa entre 1950 y 1990: ¿No sería polémica la supuesta participación de Kubrick en el montaje de la llegada de Neil Armstrong y la tripulación del Apolo 11 a la luna en 1969? ¿O la controversia que involucró su (colosal) filme 2001: A Space Odyssey con la presunta respuesta soviética del también cineasta (grande entre los grandes) Andréi Tarkovski a través de Solaris (ambas cintas separadas por espacio de 4 años)?

2001: A Space Odyssey fue un hito en su momento: un viaje onírico al centro de una galaxia imaginaria donde confluyen los orígenes de nuestra especie con un futuro, en aquel entonces tan lejano, ligado a todos los tiempos en un mismo espacio -quizá- por medio de un misterioso monolito. Además, «Odisea en el Espacio» se convertiría en el primer gran clásico de la nueva era de Kubrick, que ya desde Espartaco había experimentado con la cinematografía a color, para abandonarlo por un breve periodo en Dr. Strangelove; sería injusto argumentar que este metraje de ni más ni menos 143 minutos, sirvió como antesala para la que seguramente es su pieza más reconocida, pero, sin lugar a dudas, si fungió como catalizador de la misma.

Durante la transición entre las décadas de 1960 y 1970, Kubrick se reuniría con un debutante Malcolm McDowell (contaba en su trayectoria con apenas 3 películas, del medio centenar que presume el día de hoy) para interpretar a uno de los personajes favoritos -desde entonces- de los cinéfilos más longevos y aún de los contemporáneos: Alex DeLarge, el adolescente sociópata adicto a la violencia y a la música de Beethoven, golpeaba las pantallas y avasallaba a la crítica universal de 1971 con una fabulosa adaptación de la novela de Anthony Burgess (estrenada el mismo año que la Lolita de Kubrick), A Clockwork Orange, la inolvidable «Naranja Mecánica» con la que, si Stanley Kubrick ya gozaba de fama internacional, se consolidó como uno de los más grandes cineastas de la segunda mitad del siglo XX.

Regresaría en 1975 con Barry Lyndon, una nueva adaptación de la novela homónima de William Makepeace Thackeray, cuyo principal mérito fue la fidedigna recreación, por medio del vestuario y la escenografía, de múltiples escenas pictóricas del siglo XVIII, como el cuadro The Country Dance del realista británico William Hogarth. Sin embargo, no obtendría la aclamación de sus dos cintas previas.

Al dar inicio la penúltima década del siglo pasado, nadie se atrevería a sugerir que Barry Lyndon fue un tropiezo en su carrera, pero al menos si representó una suerte de ‘receso’ entre A Clockwork Orange y otra de sus más recordadas entregas. Tampoco sería posible ubicarla en un ranking junto a la cinta de Alex y sus ‘drugos’ o a aquella recordada por la secuencia inicial de los planetas alineados al compás de un vals de Strauss, pero mucho menos es posible olvidar el rostro de un enloquecido Jack Nicholson a través de la puerta blanca destrozada por un hacha en The Shining, «El resplandor» que optimizó el alcance de la novela de Stephen King, aterrorizó las salas de todo el mundo justo en el momento en que la Guerra Fría (y nuevamente imposible es disociar su labor cinematográfica de la coyuntura soviético estadounidense) alcanzaba sus máximos niveles de tensión.

Tras una sequía de 7 años, fue estrenada la penúltima película del gigante del Bronx, y su última superproducción bélica. Full Metal Jacket, «Cara de Guerra», como fue llamada en nuestro país, es junto a Apocalypse Now (lanzada un año antes de «El resplandor») y «Platoon» (sacada a la luz un año antes de «Cara de Guerra»), una de las películas sobre la Guerra de Vietnam más impresionantes jamás realizadas; la última secuencia, una tropa marchando a través de un páramo devastado por las hostilidades mientras marchan al ritmo del tema principal del programa de televisión The Mickey Mouse Club, es un himno al final de la Guerra Fría y la decadencia no solo política y económica que dejó a su paso, sino a la espiritual, a la pérdida de la esperanza ante un conflicto que, a la fecha, está lejos de ser resuelto.

* * *

Obsesivo, fúrico, apasionado. Desde un inicio Stanley Kubrick utilizó el cine de manera personal como lienzo en que vertió su contenido existencial más íntimo. Hoy, a 20 años de su partida, celebramos su legado infranqueable que integra de la manera más sinérgica, jamás lograda por ningún otro cineasta, su atención a los detalles, su rigor geométrico y su capacidad estilística de composición y dirección.

El último 7 de marzo del milenio fue domingo. Hacía apenas cuatro días que se había reunido con su familia, sus hijas Anya Renata y Vivian Vanessa (entonces de 40 y 39 años respectivamente) y miembros del equipo de filmación de Eyes Wide Shut. El lunes, Stanley ya no despertó.

El 12 de marzo, un centenar de personas, entre familiares, amigos y cercanos, se reunieron en la finca inglesa del cineasta, a la que también asistió, con algunos cientos de metros de distancia, la prensa. Su cuerpo fue depositado justo a un lado del que en vida consideraría su árbol favorito, en Childwickbury Manor, Hertfordshire, Reino Unido. Habría cumplido 71 años en julio de aquel año.

Por Miguel Capula.

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