Internacional
El ESMAD también mató el miedo a la COVID-19 en Cali, Colombia
Vivir en Cali era caminar con tranquilidad. Tenía sus bemoles como la falta de empleo o educación gratuita. Así la recuerda Diego Gamboa, estudiante de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia que se manifiesta contra el gobierno. Era estar con los amigos. Poder salir a platicar.
— Es en la noche cuando sale más gente —dice emocionado recordando las veladas de salsa. Música y diversión.
Hoy eso no existe. No es solo la pandemia. Es la policía y el ESMAD, el escuadrón antidisturbios que contrario a su nombre provoca más violencia. Pelear con ellos es como hacerlo con un robocop. Cuentan con un uniforme negro casi impenetrable. Unos pelean con piedras, palos, “escudos” y una bandera de Colombia en la mano. Ellos cuentan con cascos, botas, toletes, balas de goma, gases lacrimógenos, granadas y chalecos antidisturbios. Debajo de más de 10 kilos de protección hay una persona.
Con su presencia, la gente sale temprano de sus casas. De 9:00 a.m. a 9:00 p.m. también salen a manifestarse a los puntos de concentración, me dice Diego el viernes 14 de mayo. Uno de sus amigos me dice que a las 7:00 pm el riesgo comienza, pero todavía hay eventos esporádicos por la tarde, al menos en Cali y que con el tardecer viene el terror.
Activista por los Derechos Humanos, Diego disfruta del «día cultural» en Paso del Comercio. Paso del Aguante para los rebeldes del 28A. Así también se pide justicia. Pero sabe que donde está es una excepción a la regla. Del 3 de mayo hasta ese día, Paso del Comercio no sufrió la presencia del ESMAD.
— Todo está pacífico aquí, pero en Siloé, sí se han presentado hechos violentos —me cuenta.
Fue ahí donde el 2 de mayo las velas de su acto pacífico terminaron iluminando el asesinato de 5 personas por la policía y el ejército. En el Valle del Cauca, ya no es solo Cali. Ayer, la discusión entre ESMAD, ejército y civiles por el control de la vía Panamericana en Buga, donde 48 personas resultaron heridas.
Hace 17 días que el paro inició y el ánimo combativo no para. La protesta en Colombia no se apaga, ni tampoco la represión. Diego lo tiene claro: Cali fue el laboratorio del gobierno. Ahora es tiempo de desplegar la violencia hacia otras ciudades.
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Su ciudad no es indiferente ante el dolor ajeno. Mientras él habla, miles de mujeres salen a la calle por Allison Meléndez. Otro caso icónico. Una menor de edad que se suicidó tras denunciar ser víctima de abuso sexual por parte del ESMAD en Popayán, distrito del Cauca. A la distancia claman justicia por ella.
En ese municipio un joven fue callado por hacer lo mismo unas pocas horas después. Con la puesta del sol, Sebastián cayó para no levantarse más. No tenía por qué ser así. Fue víctima de una violación de todo protocolo. Una granada aturdidora fue disparada contra su cuello. Otra vez los antidisturbios. Quedó tendido vestido con una playera azul. El trapo blanco en su cuello contrastaba. Cada vez se humedecía más y pintaba más de rojo por la sangre. Recibió atención. No pudieron hacer más por él. Murió. Lo mataron.
Por las noches, Diego se va y se resguarda. Les advierten que hay policías disfrazados de civiles disparando desmesuradamente. Viajan en camionetas no oficiales desde la semana pasada por Cali. Atacan a manifestantes casi clandestinamente. Intimidan y agreden a médicos y brigadas que se acercan para auxiliarlos en la penumbra. Ni en la guerra se permite eso.
A defender los sitios de concentración se queda «la primera línea». Con palos y piedras resisten la refriega nocturna de la fuerza pública. Por la mañana, vuelve una paz tensa. Vuelve la gente a las calles.
Los casos de COVID-19 continúan. Colombia está en la meseta de la tercera ola. El estudiante señala que esto no detiene más a la gente.
— El COVID-19 como que lo mató también el ESMAD y el Gobierno, todo mundo sale hermano — me contesta sobre si la contingencia sanitaria no atemoriza a los manifestantes.
Fue el 28 de abril cuando notó que la gente había perdido el miedo a la COVID-19 y al gobierno. Aunque ataviados con su cubrebocas, miles salieron juntos y decididos a evitar la reforma fiscal a servicios básicos entre otras cosas. Aunque con un supuesto fin social, el gobierno buscaba cobrar más impuestos a una Colombia con 42.5% de su población viviendo en pobreza monetaria y golpeada por la crisis sanitaria.
Luego de los primeros ataques recibidos, también buscan consumar su derecho a la libre protesta.
— A principios de la pandemia se estaban vendiendo los locales, gimnasios y restaurantes por la situación de que nadie podía ir —, recordó y agradeció a Dios que no llegara el desempleo a su familia. No todos corren con esa suerte. Uno de los amigos de la familia tuvo que cerrar su negocio de productos de belleza. También vendió el local.
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La pandemia también fue utilizada para buscar contrarrestar la convocatoria, me asegura. Como ejemplo cita al alcalde Jorge Iván Ospina, quien 24 horas antes del estallido pedía aplazar las marchas por estar en el pico de la tercera ola del COVID-19. No tuvo éxito. El llamado al paro fue mayor. La necesidad de defender su economía
La lección, dice, fue que ellos pudieron con sus propias medidas evitar llenar las Unidades de Cuidado Intensivo (UCI) por nuevos contagios; sin embargo, fue el gobierno con sus «fuerzas del orden», como el ESMAD, quien llenó las funerarias con muertos como producto de la violencia.
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