Chispazos
Los mexicanos no somos corruptos
Imagino que hay muy pocos mexicanos que no se hayan quejado al menos una vez de la corrupción. Es un tema que nos ha inquietado desde hace tiempo. Junto con la inseguridad y la delincuencia, la corrupción ha sido una preocupación recurrente (INEGI. Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, 2015). Mujeres y hombres evocamos con enojo y de manera cotidiana a “los corruptos”, a aquellos que nos “obligan a entrarle”, a aquellas personas que negocian en lo oscurito lejos de la transparencia, a quienes siguen creyendo en el mantra priísta de “el que no transa no avanza”. En este ejercicio de repartir culpas omitimos, por supuesto, asumir nuestra propia responsabilidad en este fenómeno social. Nos gusta trasladar a los demás, a “los corruptos”, todo el compromiso. La clase política y los servidores públicos son, obviamente, parte fundamental del asunto, pero estoy convencido que la solución a la corrupción no llegará de ese lado. Somos los ciudadanos quienes tenemos que actuar. Es por ello que, con motivo del Día Internacional contra la Corrupción (9 de diciembre) hago esta reflexión con la esperanza de que podamos atacar esta problemática que tanto nos afecta.
Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2016 [link: https://www.transparency.org/news/feature/corruption_perceptions_index_2016] —elaborado por la organización Transparencia Internacional—, de un total de 176 naciones, México se ubica en la posición 123 (en empate con Azerbaiyán, Djibuti, Honduras, Laos, Moldova, Paraguay y Sierra Leona). Esta posición significa que México está localizado en este índice en el tercio de países más corruptos del planeta. A pesar de lo que muchos podrían pensar, México no siempre ha estado tan abajo en este índice. Si hacemos una revisión de éste durante los últimos 15 años, podemos constatar que nuestro país no estaba tan mal parado y se colocó, de 2002 a 2009, entre la mitad menos corrupta de este listado o muy cerca de la mitad. A partir de 2010 se ha venido degradando el ranking nacional de forma constante hasta llegar a los niveles actuales. Seguramente se deteriorará aún más en el índice de 2017, a publicarse el próximo año:
Año |
Posición |
2002 | 57 |
2003 | 63 |
2004 | 64 |
2005 | 65 |
2006 | 70 |
2007 | 72 |
2008 | 72 |
2009 | 89 |
2010 | 98 |
2011 | 100 |
2012 | 105 |
2013 | 106 |
2014 | 103 |
2015 | 111 |
2016 | 123 |
Fuente: Índices de Percepción de la Corrupción 2001 -2016, Transparency International.
Índices como este son muy útiles, sin duda, y nos sirven para avanzar y comprender mejor nuestra realidad. No obstante, debemos evitar tomarlos como reflejo de nuestra personalidad nacional. En el acervo de la idiosincrasia mexicana persiste la noción de que quienes nacimos en México somos intrínsecamente corruptos y que no hay más que hacerle. Esa idea es, claramente, una construcción falaz. Pero es una construcción cuya falsedad tiene un objetivo dual muy claro: por un lado, normalizar la corrupción en que hemos incurrido (y en la que habremos de incurrir) y, por el otro, exonerarnos de antemano por esos actos corruptos, expiar nuestra culpa, librarnos de cualquier responsabilidad. La lógica subyacente es que si así somos y así es nuestra normalidad, entonces no somos culpables. El problema en ese razonamiento es que la corrupción no es una característica inherente a ninguna persona, nación o pueblo, sino una práctica nociva presente en todas las sociedades modernas y que está en nuestro poder fomentarla o frenarla.
Por lo tanto, no es que seamos corruptos, sino que actuamos de forma corrupta; se trata de un acto consciente. Y me atrevo a decir que en al menos 75 por ciento de las veces en que los ciudadanos incurrimos en actos de corrupción es porque queremos librarnos de asumir nuestra responsabilidad, de asumir las consecuencias de nuestros actos y decisiones. En pocas palabras, es nuestra manera de ahorrarnos algo o de ganar algo. Un ejemplo cotidiano: aparco mi auto en un lugar donde sé que no me está permitido estacionarme, pero igualmente lo hago. Desciendo del vehículo y entro a una tienda a comprar algo. Llega la grúa. Me engancha. Sopeso todas las implicaciones de la situación: pagar una multa, remitirme al corralón, sufrir la burocracia, perder demasiado tiempo. Pienso: puedo ahorrarme todo eso. Tomo una decisión y, en vez de aceptar mi responsabilidad por haberme estacionado en un lugar prohibido y de asumir las consecuencias, elijo la corrupción. Le digo al oficial que cómo le podemos hacer, que cómo nos podemos arreglar. El oficial se hace el difícil, pero le entra al juego. Inicia la negociación. Se llega a un acuerdo. Liberan mi vehículo. Acto inmediato, me quejo de los malditos oficiales corruptos…
Es evidente que deben existir mayores controles y transparencia, así como mejores prácticas y mecanismos de rendición de cuentas, que obstruyan los senderos que llevan hacia la corrupción. Pero también es claro que las soluciones verdaderas y perdurables llegarán a nuestra sociedad si los ciudadanos de a pie nos movemos hacia esa meta. Si todos y cada uno de nosotros estuviéramos dispuestos a aceptar las consecuencias de nuestros actos, a no entrarle a ese círculo vicioso, a no dar mordida para ahorrarnos o ganar algo, la corrupción podría erradicarse. No olvidemos que la corrupción es un monstruo voraz e ingrato que entre todos alimentamos y que a todos nos carcome la existencia de una u otra manera. Por esa misma razón, entre todos podemos matar de hambre a esa bestia llamada Corrupción.
*Consultor de Pymes en Comunicación Digital, Marketing y Negocios.
www.pymes.consulting
@uohanalilly
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