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Cultura

Las cartas pornográficas de James Joyce

Foto: Especial

James Joyce fue desde sus inicios un escritor que causó revuelo por el alto contenido sexual de su obra. Y es que su escritura, apegada al psicoanálisis, era visitante asidua al laberinto de las pasiones.

Para Joyce el sexo es uno de los ejes por los cuales el pensamiento humano se mueve y adquiere forma en la sociedad.

Uno de los ejemplos más claros de esta obsesión joyciana por la sexualidad fueron las cartas que le escribió a su esposa, Nora Barnacle, quien inspiraría el famoso último capítulo de la obra cumbre del irlandés, el Ulises.

Fechada en 1909 en la ciudad de Dublin, Irlanda, el escritor describía una fantasía en la primera carta erótica que se le conoce.  Fantaseaba. Imaginaba la ropa interior de su esposa. Cada detalle era importante, desde la textura hasta el color, la tela y el encaje:

«Te envío un pequeño billete de banco y espero que al menos puedas comprarte un lindo par de bragas,  te mandaré más cuando me paguen de nuevo. Me gustaría que usaras bragas con tres o cuatro adornos, uno sobre el otro, desde las rodillas hasta los muslos, con grandes lazos escarlata, es decir, no bragas de colegiala con un pobre ribete de lazo angosto, apretado alrededor de las piernas y tan delgado que se ve la piel entre ellos, sino bragas de mujer».

Joyce admitía que para cualquier época esos pensamientos podrían verse indecorosos. «Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo», le decía a su esposa: «Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias, que no escribiré hasta que vea qué es lo que tú me escribes. Los más insignificantes detalles me producen una gran erección. Un movimiento lascivo de tu boca, una manchita color castaño en la parte de atrás de tus bragas, una palabra obscena pronunciada en un murmullo de tus labios húmedos, un ruido sin recato, repentino, de tu trasero y entonces asciende un feo olor por tus espaldas».

Aunque no se tienen demasiados registros de las respuestas de la mujer, los expertos coinciden en que la pareja disfrutaba estas tentaciones. A modo de llamada erótica, cada uno masturbaba al otro, a la distancia:

«Mi dulce putita Nora, he hecho como me lo pediste, muchachita sucia, y me hice dos pajas mientras leía tu carta. Me deleita ver que haces como si te follara por atrás. Sí, ahora puedo recordar esa noche cuando de follé por atrás mucho tiempo. Fue la follada más sucia que te he hecho, querida. Horas y horas mi sexo estuvo duro dentro tuyo, entrando y saliendo de tu trasero vuelto hacia arriba. Sentía tus rollizas nalgas sudorosas bajo mi vientre y veía tu rostro y tus ojos enloquecidos».

La pareja también practicaba la ternura. Aunque sus escritos estaban catalogados como «indecentes», tendían a ser personales y reconstruir un acuerdo que el lector imagina como algo que solo puede existir entre dos esposos:

«Buenas noches mi coñito, me voy a acostar y a pajearme hasta acabar. Escribe más y más sucias cosas, querida. Acaricia tu coñito mientras me escribes para hacer peor y peor lo que escribes. Escribe grandes las palabras obscenas y subráyalas y bésalas y ponlas un momento en tu dulce sexo caliente, querida, y también levanta un momento tu vestido y ponlas debajo de tu querido culito pedorro. Haz más si quieres y mándame entonces la carta, mi querida pajarita folladora del trasero café».

Joyce y su esposa se divertían y también se comprendían. En los momentos de crisis, el autor de Retrato de un artista adolescente le daba libertad a Nora. Para él esa era su máxima muestra de amor:

«Folla todo lo que quieras fuera de mí por ahí de la primera noche; pero dame tiempo para reponerme. Querida, toda la follada debe ser hecha por ti, porque como estoy blando y diminuto, ninguna niña en Europa, a excepción tuya, desperdiciaría su tiempo y energía conmigo. Fóllame, querida; en todas las nuevas formas que tu deseo sugiera. Fóllame ataviada con tus vestidos de calle, con tu velo y tu sombrero puesto, con tu cara sonrosada por el viento y el frío y la lluvia y tus botas embarradas; fóllame también a caballo sobre mis piernas, cuando esté sentado en una silla, montándome de arriba hacia abajo mostrándome los ribetes de tus bragas y mi pito firmemente clavado en tu coño, o móntame sobre la espalda de un sillón».

 

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