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Cultura

Impunidad, clave para continuidad de desapariciones forzadas: Camilo Vicente Ovalle

Fuente: DFS / Camilo Vicente Ovalle

El investigador Camilo Vicente Ovalle investigó las desapariciones forzadas en México y su desarrollo y refinamiento de 1940 a 1980. En ese contexto se encontró con que los perpetradores hicieron un minucioso registro de la aplicación de esa “técnica” como política de Estado, en la que estuvieron involucradas de manera coordinada instituciones y personas, que, al amparo de la impunidad, jamás sospecharon que alguna vez esos registros serían públicos.  
 
El doctor en Historia por la UNAM publica Tiempo Suspendido. La historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980 (Bonillla Artigas Editores, 2019), un volumen que da cuenta de ese desarrollo de un crimen de Estado, que minuciosa y burocráticamente fue documentado.
 
Especialista en esa línea de investigación sobre la violencia política y la represión de Estado en la segunda mitad de siglo XX en América Latina, Vicente Ovalle reconoce en entrevista a las agrupaciones de familiares de desaparecidos en ese periodo, y en particular a doña Rosario Ibarra de Piedra y su Comité Eureka, por dar realidad a las desapariciones forzadas con su lucha y a abonar para el reconocimiento de otros derechos, como a la verdad y a la transparencia.

—El título tiene muchas connotaciones, pero al leer su libro uno se entera de la más macabra. ¿Cómo surgió este nombre de Tiempo suspendido?

—El título surge porque cuando voy recogiendo las entrevistas a sobrevivientes de desaparición forzada, en el análisis, uno de los temas recurrentes en estos testimonios era la incapacidad de los sobrevivientes de determinar el tiempo, casi todos en sus testimonios decían que no podían con claridad precisar cuánto tiempo habían pasado, si era día o noche. En ellos se manifestaba esta experiencia como de un tiempo que no pasaba y que al mismo era eterno. Una de las sobrevivientes pensaba que había pasado más de un mes desaparecida, cuando en realidad había pasado como una semana y media desde que la secuestraron. La violencia que se ejerció contra las víctimas de desaparición forzada fue de tal magnitud que hizo que la percepción o la experiencia del tiempo para ellos quedara como suspendida. Entonces por eso comenzó la reflexión de ponerle este título de Tiempo Suspendido, porque esto es lo que pasa con la desaparición forzada, los que quedan atrapados en la desaparición, es como si el tiempo se les suspendiera, pero también afuera: los familiares, las madres, viven también en un tiempo suspendido, esperando reincorporar a sus hijos, hijas, esposas, esposos, a la vida cotidiana otra vez. Y a muchos se les va la vida, y también es una especie de suspensión del tiempo.

—El término “desaparición forzada” realmente es moderno, actual, en ese periodo de 1940 a 1980 no se usaba. ¿Qué término usaba quien ejercía o aplicaba la desaparición forzada?

—Esto es bien interesante, porque para los años 40 ya se usaba el término “desaparecido”, claro, no con las connotaciones que ahora conocemos, como desaparición forzada, pero ya se usaba. Y, en términos de quienes las ejecutaban, en realidad no los llamaban desaparecidos: eran simplemente detenidos y, en el caso más refinado y al mismo tiempo más terrorífico de la práctica, sobre todo en Guerrero, les llamaban “paquetes”. Este fue un término cuyo uso se difundió en casi todas las dependencias de seguridad para llamar a todas esas personas que estaban en condición de desaparecidas, en su poder; quienes ejecutaban la desaparición, les llamaban “paquetes”. Esto es así porque la desaparición en cuanto a técnica exige no ser reconocida, no ser registrada, esa es la idea de la desaparición, que no quede ningún tipo de registro o huella de la persona desaparecida. Pero en cuanto a política de Estado sí necesita un registro. Entonces, los operadores de esta práctica, de este crimen de Estado, para poder salvar esa tensión entre una técnica que exige ser negada y una política que exige se registre, lo que hicieron fue, digamos, usar metáforas, como “paquete”.

–Me parece que en Sudamérica también usaban ese término.

–Sí, hay formas más o menos extendidas en América Latina de nombrar a esta práctica, pero no sé si eso signifique que había un tipo de vínculos entre los militares del cono sur y México, porque la práctica comienza, de hecho, mucho antes en México que en Sudamérica.

Fuente: DFS / Camilo Vicente Ovalle

—En el caso de la Operación Cóndor, la sudamericana, hay un momento preciso y documentado para decretar la represión y las desapariciones forzadas en todas las dictaduras involucradas. Quisiera preguntarle si en México hay un momento preciso para hablar de esta política de Estado.

—Sí, como una política de Estado, las desapariciones forzadas, ya es hacia principios de los años 70, yo diría que en 1971, con la Operación Telaraña, en Guerrero, sería oficialmente cuando ya se implementa la desaparición como una política de Estado.

—Voy a insistir sobre este punto. Vuelvo al documento en Sudamérica donde se pide la colaboración entre dictaduras para detener a disidentes. ¿Hay algún documento, con nombres y apellidos, por ejemplo, de quién empieza la Operación Telaraña o la Operación Cóndor en Sinaloa?

—Sí, en el 71 ya estaba Hermenegildo Cuenca Díaz, como secretario de la Defensa, y es quien emite el plan de Operaciones Telaraña para el caso de Guerrero, y es el primer responsable de iniciar la política de desapariciones en México y después siguen los operadores en cada uno de los estados, las jefaturas militares en los estados, y a nivel de las fuerzas civiles, ahí sí es la Dirección Federal de Seguridad (DFS), que ya para esa época, para el 71, estaba el capitán Luis de la Barreda como director de la DFS y Miguel Nazar Haro como uno de sus subdirectores, y ellos son los que implementan esta política de desapariciones.
“Y en el caso de Guerrero, por ejemplo, si habría que dar algún nombre, está el caso del agente Wilfrido Castro Contreras, y también Arturo Acosta Chaparro, que fueron los que operaron en este caso el plan de Operaciones Telaraña, uno de tantos con los que se implementó la estrategia de desaparición de personas”.

—Usted acota su investigación a un periodo. Pero sí marca lo que ha sido la “evolución” de la desaparición y la desaparición forzada.

—Sí, claro. De hecho sí considero que hay un desarrollo de la técnica. Es decir, sostengo en el libro que la desaparición es una práctica con muchos años incrustada en las instituciones de seguridad de México, principalmente en el Ejército y las policías federales, en ese momento la DFS, entre otras, y en las policías estatales. Es una práctica muy vieja, pero no siempre apareció como una estrategia de Estado, que es distinto. Yo lo que digo, hasta mediados de los 60 era una práctica, no sistemática, no llevada a cabo de manera generalizada, pero era una práctica que ya existía en las instituciones y que se aplicaba contra algunos disidentes políticos. Y era una práctica hasta ese momento, a mediados de los 60, que no estaban destinada a la eliminación de los disidentes sino más bien como parte de técnicas para desarticular disidencias, no para eliminarlas físicamente.
 
“Después de mediados de los 60 hacia principios de los 70, esta práctica ya comienza adquirir tintes de una estrategia sistemática. Pero todavía le tomaría un poco de tiempo al Estado para poder refinarla, implementarla en todas las dimensiones como las conocimos a mediados de los años 70, y ya con un sentido de eliminación de las disidencias, eliminación física de las disidencias. Sí hay dos grandes momentos entre las décadas de los 40-60 como una práctica, no sistemática ni generalizada, y de mediados de los 60 a principios de los 70 hasta principios de los años 80 ya como una estrategia de Estado, sistemática, institucionalizada, ya con procedimientos burocráticos y administrativos muy definidos.  Y en esa segunda etapa sí podemos identificar distintos momentos en que la técnica se fue refinando. Y después de los ochenta, que será una investigación que estoy comenzando a realizar, deja de ser una estrategia la desaparición, pero queda incrustada sobre todo a nivel local. Ahí hay ya elementos que nos pueden explicar cómo es que vuelve a resurgir ahora, con una nueva cara, la desaparición de personas pero ya de manera masiva”.

—¿Cuáles serían esos elementos?

–Uno, que la práctica quedó incrustada en las policías locales, tanto estatales como municipales. Los casos de Guerrero y de Sinaloa son clarísimos. Es decir, el ejército actúa hasta a mediados de los años 70; después hay como una especie de repliegue de la participación del ejército, pero quienes quedan a cargo y siguen ejecutando desapariciones son las policías estatales y municipales, al menos en el caso de Culiacán es clarísimo, y en el de Acapulco y Chilapancingo, también. Entonces, como desaparece del ámbito nacional, solemos pensar que dejó de existir la desaparición en México, por lo menos de principios de los ochenta y principios de los noventa, pero en realidad estuvo ahí, nada más que a nivel local, no fueron casos que alcanzaron la escena nacional. Y si ahora revisamos quiénes fueron algunos de los actores importantes en ejecución de las desapariciones, son las policías municipales, locales y estatales, a lo mejor no en todos lados, pero sí son actores fundamentales. Hay que investigar esta nueva evolución de la desaparición forzada.

Fuente: Archivo de Jesús Vicente Vázquez / Camilo Vicente Ovalle

—Yo decía “evolución”, usted hablaba de desarrollo, pero al final parece una cuestión de eficiencia realmente.

—Claro, exactamente. Es que al final no deja de ser una técnica, terrible y ocupada para aterrorizar, pero es una técnica, y las técnicas tienden a refinarse, a hacerse más eficientes, más eficaces. Y el Estado que las implementa es un Estado que se rige por principios burocráticos, también de eficiencia y de eficacia. Entonces, son técnicas que, si vemos su historia, debieron hacerse más refinadas en su implementación.

—Ayer entrevistaba a Ursula Camba por su nuevo libro Persecución y modorra. La Inquisición en la Nueva España (Turner 2019). Me hablaba de lo eficiente que era ese Tribunal, lo minucioso para documentar sus procesos, desde las cosas más nimias. Y ahora que leía Tiempo suspendido me remito a esa eficiencia y burocratización e incluso voy un poco más allá, tal vez exagere, pero ojalá me pueda dar su opinión. Recuerdo el artículo de Hanna Arendt sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, de donde parte su teoría sobre la banalidad del mal, que técnicamente es la burocracia para hacer eficiente una política de Estado represiva y criminal. ¿Hay alguna conexión?

—Sí, yo creo que esto que apuntas es muy importante porque justo decir que estas técnicas o prácticas represivas están implementadas o estructuradas por la burocracia del Estado, lo que estamos apuntando es que no fueron excesos individuales; es decir no es que a un policía o a un militar se le salió el tiro, por decirlo de manera coloquial, sino que, esta práctica en particular de la desaparición forzada, estuvo sometida a procedimientos tan administrativos y burocráticos muy claros. Por ejemplo, el plan de Operaciones Telaraña se emite de manera oficial, es la Secretaría de la Defensa quien emite ese plan, hay responsables de implementación, hay tropa asignada para su implementación, hay material asignado para esa implementación, y uno de los últimos párrafos, si mal no recuerdo del plan, indicaba que todos los detenidos tenían que ser llevados al Campo Militar Número 1. Es decir, tenían que ser desaparecidos y llevados a la cárcel clandestina que estaba en el Campo Militar 1. Entonces, todos aquellos que fueron detenidos entre mayo y agosto de 1971 fueron trasladados al Campo Militar 1. Hay oficios de sus traslados, hay registros.
 
“Cuando decimos que son prácticas ejecutadas de manera burocrática lo que estamos diciendo es que no fueron excesos individuales. Y es un poco lo que, como bien dices, señalaba Hanna Arendt en el texto de Eichmann y la banalidad del mal. La banalidad del mal no es porque sea algo irrelevante, sino porque existen las estructuras e infraestructura y las normas que permiten la ejecución de eso, y que la ejecución de eso puede ser llevada a cabo por cualquier persona, por cualquier burócrata, porque ya están las normas y la infraestructura para hacerlo. Entonces ese es el tema también con la desaparición.

—Usted maneja dos conceptos que parecerían antitéticos: la centralización de toda esta información y la responsabilidad, al negar que fue una persona, en el caso de los presidentes, quienes decidieron estas políticas. ¿Por qué esta aparente contradicción?

—No es una contradicción. Lo que significa, claro que hay responsables, hay personas responsables, la desaparición en cuanto estrategia de Estado no se implementó sola, claro que hay personas responsables. Sin embargo, si solamente la dejamos en responsabilidades individuales, justamente lo que estamos dejando de lado es que fue una política de Estado. No es que solo haya sido la decisión de Luis Echeverría, sino que además participaron secretarías de Estado, se movilizó recurso de Estado, participaron no solamente fuerzas federales, sino también locales, como las policías locales estatales, o en algún momento las municipales. Justo por eso, a lo que trato de ponerle atención es al sentido de política de Estado de esta práctica y no enfocarme en los individuos. Pero, por supuesto, que hay responsabilidades individuales, ahí están las firmas de los secretarios y directores de policía que autorizaron los recursos para la ejecución de las desapariciones.

—Aunque parece obvio, pero ¿cuál es el peso de la impunidad en este refinamiento, eficiencia, de las desapariciones forzadas desde este lapso que usted investigó 1940-1980 y hasta ahora?

—Justo pienso que entre las cosas que hizo posible que esto existiera fue la impunidad, es decir, la posibilidad y la certeza de no ser juzgados. De hecho, justo por eso también conservaron los archivos como tan bien los han conservado en México. Hay muy pocos países en América Latina que tienen la cantidad de documentación en términos del ejercicio de la represión de Estado que tiene México. Y, claro, la conservaron porque al final del día tenían la certeza de que no iban a ser juzgados, que no les iba a pasar nada. La impunidad ha sido uno de los factores no solo para la protección de los que ejecutaron esto, sino para la continua implementación de este tipo de prácticas. Es decir si uno sabe que no va a pasar absolutamente nada, pues casi casi es una autorización a continuar haciéndolo.

Fuente: DFS / Camilo Vicente Ovalle

—En criminología se habla que muchos asesinos seriales dejan pistas para alardear de sus crímenes como sus obras de arte, ¿sería este el caso?

—No, no, no. Porque en realidad ellos nunca pensaban en mostrarlo, justo lo conservaron porque tenían la certeza que nadie más lo iba a consultar, salvo ellos. La verdad es que nunca pensaron que estos archivos fueran a ser públicos de ninguna manera. Yo no veo ninguna relación con esa exposición, como en el caso de asesinos seriales. Más bien al contrario, estaban tan seguros que no iban a ser expuestos que continuaron haciéndolo.

—¿En qué medida doña Rosario Ibarra de Piedra, su Comité Eureka y otras organizaciones de madres de desaparecidos, tanto en México como en Argentina con las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, fueron detonantes de esta búsqueda de la verdad?

–Así es. Sn ellas, sin la lucha de esta organizaciones y de las madres, hijas, y de los padres en general, en ningún lado de América Latina habría tenido realidad este fenómeno, no habríamos podido conocer de este crimen, porque justo su mecánica es ser un acto que se oculta a sí mismo. Fueron estas organizaciones de madres de desaparecidos quienes le dieron realidad, pero también señalaron a los culpables en un primer momento, a los responsables de su implementación, señalaron en donde tenían a los desaparecidos. Es decir, prácticamente desde el comienzo de los años 70 han sido ellas quienes han señalado la existencia y las mecánicas de la desaparición y de este crimen, Además, a ellas, a las organizaciones, les debemos no solo que nos hayan hecho conscientes de la existencia de un crimen de esta magnitud sino que también con ello abrieron la posibilidad para la exigencia de otro tipo de derechos vinculados, como el derecho a la verdad, a la información, a la transparencia, que son frutos de sus luchas.

—El Congreso de la Unión reconoció este 2019 a Rosario Ibarra, a principios de año la Cámara de Diputados le otorgó la medalla Eduardo Neri y apenas esta semana, el Senado la distinguió con la Belisario Domínguez, ambas vinculadas con personajes que sufrieron la desaparición y asesinato como crímenes de Estado, de una misma persona incluso, Victoriano Huerta. ¿Tienen alguna relevancia real estos reconocimientos después de tantas décadas?

—Son dos cosas. Lo que habría que decirse con una voz fuerte, lo que el Estado mexicano y cualquier Estado tienen que hacer en tanto Estado democrático es aclarar estos crímenes, sin duda alguna este sería el mayor reconocimiento a la lucha de los familiares, no solo de Rosario Ibarra de Piedra, sino de todos los familiares en Guerrero, en Oaxaca, en Sinaloa; implementar un mecanismo de investigación real, que nos diga qué pasó con los desaparecidos. En ese sentido, las medallas pues sí son un reconocimiento a la lucha, en ese sentido está bien, porque vuelve a poner en el plano nacional la lucha de los familiares, pero seguimos sin conocer el paradero de los desaparecidos.

—Usted habla en su libro de “verdad de Estado” y en Ayotzinapa, el Estado argumentó una “verdad histórica”. ¿Cómo se vinculan ambos conceptos?

—Son básicamente lo mismo, tienen el mismo significado. Cuando hablo de verdad de Estado es justamente este discurso que se va gestando y que se va diseñando desde el Estado mismo para dos cosas: justificar su acción ante la sociedad. Es decir, estas verdades de Estado dicen que una persona es un enemigo al que hay que eliminar y entonces justifican de esa manera la acción del Estado, y por otro lado construyen su propia narrativa respecto a los hechos. Por ejemplo, la verdad del Estado en los 70 es que no existieron guerrillas, sino que eran asaltabancos, robavacas a los que había que eliminar. Y pues la verdad histórica en este caso de Ayotzinapa se parece mucho a esa verdad de Estado, es decir construyen una narrativa que justifica y explica las acciones y crímenes de Estado.

—Aunque no forma parte de esta investigación en Tiempo suspendido, pero es un eslabón de ese desarrollo y refinamiento que usted marca de la concepción de desaparición forzada, ¿cómo concibe Ayotzinapa, en su contexto en esos cinco años?

—Justo creo que Ayotzinapa es un caso, en términos de mi investigación, muy relevante porque pone en evidencia el mecanismo o uno de ellos con los cuales se están llevando actualmente las desapariciones, que es la participación de fuerzas locales, como policías municipales o estatales, junto con el crimen organizado. No es que sea un caso igual al de  las desapariciones de los años 70, pero, sin duda, si lo investigamos a fondo, vamos a reconocer algunas continuidades con esas viejas formas de desaparición. Y ahí justo está una de las claves para poder explicar las lógicas actuales de las desapariciones forzadas. Eso lo estoy investigando para mi próximo libro

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