Cultura
La trinchera literaria me permite los mayores desbarres y bizarrías: Cristina Morales
Con apenas 34 años, Cristina Morales ya carga sobre su persona un fardo de etiquetas: anarquista, feminista, contestataria, cínica, en lo que de filosófico queda de esa palabra que en su apogeo fue rebelión a la corriente de pensamiento griega dominante, y con cinco libros en una década ya devino l’enfant terrible de las letras españolas del siglo XXI.
Su obra más reciente, Lectura fácil, ganó el prestigioso premio Herralde de Novela 2018 y, apenas el pasado martes 22 de octubre, el Nacional de Narrativa 2019, dotado con 20 mil euros y numerosos viajes, que de inmediato ha sido cuestionado por la prensa conservadora de su país, sobre todo por sus recientes declaraciones en contra de la represión de la policía monárquica a las protestas independentistas en Cataluña, donde ella vive desde hace años.
Justo la semana pasada, la narradora y activista estuvo en Ciudad de México, invitada por el programa 10 de 30, enfocado a escritoras españolas de su generación y auspiciado por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid). Y concedió una larga entrevista en el Centro Cultural España, por intermediación de editorial Anagrama.
Con el sol del Centro Histórico mexicano iluminándola, Cristina Morales (Granada 1985) habló en concreto de Lectura Fácil, una novela con lenguaje y temática explosiva, sobre cuatro jóvenes discapacitadas intelectuales, en el microcosmos de un piso en Barcelona.
Sobre recibir premios y auspicios de instituciones oficiales a la par de ser antisistema, anarquista, la autora de Terroristas Modernos tilda a sus detractores de fascistas y conservadores para quienes el pensamiento crítico no tiene cabida en su mundo y sin titubeos responde que ella no tiene empacho en morder la mano que le da de comer. Sobre sus personajes, por quienes no siente apego, a diferencia de la sentencia de Flaubert Madame Bovary c’est moi, Morales sostiene que sólo son para ella carne de cañón que manda al paredón de la realidad, zombies que nunca mueren, contrario a ella. Y afirma que la trinchera literaria es un espacio íntimo que le permite los mayores desbarres y bizarrías.
—Hay mucha ironía en Lectura fácil, desde el título. ¿Cómo construyó esa ironía?
–Es llamativo porque no era una intención original, ni prioritaria el conseguir un tono irónico. Esa ironía emerge del conjunto de la novela, porque verdaderamente le digo que pretendía no ser retórica, sino muy llana y muy directa, y no buscar el retruécano de la ironía. Efectivamente, desde el título se indica Lectura fácil, pero no pretende ser irónico porque se aplica al método de la lectura fácil en la novela, cierto que es que tiene una resonancia más allá de nombrar el propio método; es decir, sentir una resonancia que quiere alcanzar casi todo el género novelístico, quiere el propio título hacer crítica a la novela mayoritaria best selleriana que pretende ser de fácil consumo, pero desde luego no era una intención prioritaria la de la ironía, igual se me escapaba, igual se escapó fuera de mi interés primero. No obstante, creo es un bien, está bien que pueda ser leída por momentos con ironía, eso está bien, porque eso nos enraíza con esa tradición de la picaresca, española del Siglo de Oro, y latinoamericana, es una buena tradición a la que afiliarse.
—Técnicamente es una novela coral, los cuatro personajes principales hablan todas al mismo tiempo. ¿Cómo concibió esa novela coral? Todo un reto estilístico, me parece.
–No iba a ser originalmente una novela coral, sino solo narrada por la voz de la protagonista principal, que es Naty, la que tiene el mayor grado de discapacidad intelectual y, a su vez, no en vano también, las mayores bases de radicalidad en su modo de entender el mundo. Fue la decisión más importante, la principal, a nivel estilístico y argumental, el plantear que fueran cuatro voces y no una, porque yo no sabía si iba a ser capaz, si iba a tener la pericia como escritora para mantener durante tantas páginas, o para contar una historia tan larga como la que yo quería contar, a través de una sola voz, y una sola voz a través de esa intensidad en su discurso, un nivel tan agresivo, tan violento, cortante, tan abrupto. Porque yo misma, como lectora, recibo mal, no soy una buena lectora de textos donde una voz particularmente dura lleva toda la novela. Suelo siempre mencionar una obra de Céline, De un castillo a otro, está escrita en una voz única, que está toda entre admiraciones, que él se queja de los tratos inhumanos que ejercieron los aliados durante la Segunda Guerra Mundial y que fueron luego tratados como salvadores. Yo no quería que me pasara eso con Lectura fácil, a pesar de que adoro a Celine y la mentalidad de su personaje. Así que pensé: “Bueno, quizás necesito un coro para Naty, necesito unos personajes que amortigüen esa voz para que sea más fácil de deglutir por el lector”. O sea, hay una primera decisión, en un primer lugar, pensando en ese lector fantasmagórico. Y también me planteé si tendría yo la pericia de crear cuatro voces que se diferencien entre sí lo suficiente, que no se oiga que efectivamente son andamiajes para que mi interés principal, que es el discurso radical libertario, anarquista, de Naty pueda aflorar para que el lector pueda hacer una moral de la novela, pueda hacer la ética de la novela. Finalmente vi que todo esto era un juego que me hacía disfrutar y las cuatro terminaron convirtiéndose en imprescindibles la una para la otra.
—De hecho, se crea un microcosmos a través de estos personajes con discapacidad.
–Exacto.
—¿Por qué aborda concretamente el tema de la discapacidad? No hay una narrativa, una tradición sobre ese tópico en la literatura.
–No hay tradición literaria, hay poca, hay tan pocos elementos aislados, que no sé si nos dan para crear una tradición, no había leído Las primas, de Aurora Venturini, pero tiene ciertas similitudes con Lectura fácil, en tanto que crea unas voces femeninas tratadas, ellas no le llaman discapacidad intelectual, pero el contexto que crea es la de las subnormales, las retardadas, las tontas, las idiotas. Hay poco: Los santos inocentes, de Miguel Delibes, alguna obra de ciencia ficción, El ruido y la furia, de Faulkner… Pero a mí estos abordajes en el mundo de la discapacidad me servían para ver cómo otros autores habían encarado la tarea. A mí me interesaba cuestionar, no tanto recrear la discapacidad, sino cuestionar el concepto de discapacidad. Pensemos que el concepto de discapacidad intelectual, con esta nomenclatura, es reciente, es un eufemismo, de hecho la noción misma del retrasado a nivel de inteligencia, de más inteligente que otros, es de principios del siglo XX con el nacimiento del cociente intelectual, esta fórmula según la cual, según los test de inteligencia, uno es más inteligente que otro, es algo muy reciente. Este fenómeno de la clasificación de los ciudadanos en función de su inteligencia para mí fue claramente con una intención de control, una herramienta más de control de la población, en un sentido foucaultiano. Literariamente no quería recrear las condiciones de vida de los mal llamados discapacitados como utilizarla para hablar de toda la población, para asimilar discapacidad intelectual con disidencia. El discapacitado no sería sino alguien no normalizado en los códigos cívicos, o alguien que no ha entrado a socializar como todos los demás para ser ciudadanos de primera. Es por eso que la más radical de la novela, que es Naty, es también la que más tiene discapacidad porque no tolera ningún abuso de poder. No en vano este manual que saca la Asociación Americana de Siquiatría cada año ya ha catalogado una nueva enfermedad, que es la de la radicalidad política, está patologizada, así que no estamos tan lejos del planteamiento ficticio de Lectura fácil.
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—No con esos términos, quizás pero en el caso de las mujeres, la situación siempre ha sido así.
–Sin ningún género de duda. Está el caso de la histeria. Eso es particularmente llamativo cómo se crea a la histérica: a través de la fotografía. En el manicomio, empiezan a hacer posar, las pseudosiquiatras, a las enfermas en determinada postura de entre éxtasis y arrobamiento, particularmente retroactiva. Y se crean sesiones de fotografía donde las hacen posar para ver que hay un fenotipo, una pauta o un síntoma que se repite. Y las pacientes hacían eso a cambio de ciertos beneficios penitenciarios, por llamarlo de algún modo, para tener ciertos beneficios dentro de la institución. Sí es un ejemplo paradigmático.
—Hablamos de la discapacidad y justo ese término se circunscribe al lenguaje políticamente correcto. Pero usted no es políticamente correcta y maneja el lenguaje como una propuesta radical. ¿Cómo concilia este lenguaje políticamente correcto para definir esta radicalidad, que es la discapacidad, con su propia experiencia como escritora?
–Una herramienta que me resultó muy útil fue agarrar de un modo muy literal el lenguaje institucional de la corrección política, agarrarlo tal cual, trasladarlo al texto, picarlo, copiarlo, emularlo, el fragmento completo. Por ejemplo, cuando la jueza habla con una protagonistas, cuando la interrogan. O cuando las propias protagonistas conocen, replican el lenguaje pericial, médico, asistencialista, en el que han sido educadas, criadas para su propio beneficio, como las histéricas, como las pacientes de la histeria en los manicomios… Y ocurre algo, un fenómeno, picar el lenguaje institucional y pasarlo al formato de libro, literario, ya adquiere otra dimensión. Estamos acostumbrados a leerlo en las sentencias, en los foros institucionales, en los carteles, en los anuncios, pero al pasarlo al formato literario, al formato libro, el relieve es una de las fuentes de la ironía, ¿cómo puede ser ese material literario, efectivamente que lo es, contraponiéndolo con la oralidad? Uno mis principales intereses como escritora, por un lado, es ser capaz de emular a la realidad, ser muy fiel a la oralidad; y, por el otro lado, crear una oralidad nueva, a través de la escritura, cosa que es posible, crear una oralidad, crear un tipo de texto, que pudiera ser, que a mí me suene que es el que yo hablo con mis amigas mientras tomamos una cerveza en el bar. Diría que de aquí emerge, digamos que este es el juego entre el lenguaje políticamente correcto y la oralidad, así se reviente, se dinamita esa corrección política.
—No he leído sus libros anteriores, así que quisiera preguntarle ¿cuál es el hilo conductor entre sus primeros libros y Lectura fácil y con, supongo, alguna nueva novela en puerta?
–Ahora la tarea de promoción no me deja tener un proyecto largo. Pero sí te diría que con Lectura fácil, mi quinto libro (La merienda de las niñas, Los combatientes, Malas palabras, Terroristas Modernos), trazaría una preocupación, hay algo que atraviesa las cuatro obras anteriores hasta esta quinta, y es una preocupación por la autoridad, por los mecanismos en virtud de los cuales las figuras de autoridad emergen y son respetadas. Uno de esos mecanismos que acabamos de mencionar es el lenguaje, tan importante para legitimar retóricas imprescindibles para legitimar el discurso del poder. Diría que este juego que le acabo yo de enunciar, de coger el lenguaje del poder y contrastarlo con el lenguaje de la calle, del que no tiene el poder, vendrían repitiéndose en mis libros. No soy la más idónea para hacer crítica con mi obra, pero ya que me pregunta usted por algo retrospectivo, diría que esto se ha venido repitiendo.
—¿Por qué alguien tan radical como usted entra a un concurso de literatura tan prestigioso? Entiendo que Anagrama fue una editorial que publicó desde sus orígenes hace 50 años a autores marginales. ¿Y por qué participar con instituciones públicas, cuando hay esta confrontación con las instituciones y la autoridad?
–A la razón de por qué me presenté al premio, pues ya lo ha respondido usted ya. Efectivamente, Anagrama siempre ha sido un sello donde autores con discursos o propuestas muy lejos de corrientes habituales de éxito han tenido cabida. Pensé que podía yo tener cabida. Aparte de esa sospecha, hay una razón elemental: que yo quiero vivir de la literatura y para eso necesito dinero. Si quiero vivir de la literatura y no vivir de otra cosa, “trabajo alimenticio”, como le llama Vargas Llosa, tengo que aspirar al lugar donde me paguen por el trabajo literario. He recibido esta misma pregunta que usted me hace, la he recibido como crítica en otras ocasiones: Cómo se puede casar, o es papel mojado… todo el discurso de Cristina Morales es papel mojado porque se presenta a una editorial con gran prestigio literario y es invitada a instituciones públicas que le pagan. Yo he aprendido que es contra aquellas que somos críticas contra quienes se suelen lanzan ese tipo de críticas. Para el fascista, que es algo que trato en la novela también, el crítico no debe tener cabida en la sociedad que vivimos, la crítica no debe tener cabida; un discurso crítico, ya sea en el ámbito literario o en cualquier otro, si quiere, según el fascista, desplegarse, tiene que hacerlo en los márgenes totales del mundo en el que vive, tiene que alejarse por completo, tiene que convertirse en un ermitaño o verse limitado al pasquín o la distancia editorial no main stream. En fin, para el fascista, cualquiera que sea crítico debe ser eliminado y marginado, no quiere convivir con la crítica. Para el fascista todos los que no asintamos, todos los que no damos asentimiento al discurso conservador, capitalista, neoliberal, tenemos que quedar fuera de cualquier institución. Eso le viene muy bien porque lo pertrecha en su propio discurso y no tiene ningún enemigo crítico. Dicho lo cual, como yo no puedo dejar de vivir en el mundo capitalista en el que vivo, lo que tampoco se me puede pedir es ser un cordero sumiso que va al matadero. Cuando a mí se me invita a cualquier tipo de institución, se me invita a hablar; he aprendido bien que yo no estoy firmando ningún guion cuando voy a hablar, a mí se me invita a hablar y puedo decir lo que quiera, puedo con total legitimidad morder la mano que me da de comer, regulando el riesgo, surfeando el riesgo que tiene para mí o no, la continuidad que puede tener mi presencia en esos lugares o no. Y, por supuesto, insisto, eso es algo que me han enseñado las activistas trabajadoras del sexo organizadas en el mundo de la prostitución, que dicen: Hay quienes nos critican como si no viviéramos todos en un mundo neoliberal en donde el dinero es necesario. Si yo no necesitara el dinero, probablemente yo no estaría acá, hablando con usted, no tendría que vender mi fuerza de trabajo, mi imagen, mi discurso. Podría estar creando obras como los nobles, podría ser una Proust, encerrada y creando por el mero amor al arte. Pero, claro, vivo en un sistema de mercado, editorial, que tiene sus luces y sombras, y tengo que surfearlas, a veces con más gusto y con menos. Finalmente me acabo convirtiendo en una profesional del sector editorial como lo podría ser una profesional de cualquier otro ámbito laboral. No sé si le respondo.
—Sí. Y espero no ser fascista por haber preguntado.
– Para nada. Hace usted muy bien en preguntar.
—Además de la ironía, me parece que uno de los personajes también muestra enojo. ¿Contra qué se enoja ese personaje de su novela y contra qué se enoja usted?
–Bueno, cada una tiene su enojo, los personajes. Diríamos que el juego del personaje de Naty es que está enojada contra cualquier manifestación elitista, machista, contra su persona. Eso me enoja a mí también, lo que pasa es que como yo surfeo en el mundo en el que vivo, si mantuviera ese nivel de confrontación con mi entorno sería trágica, igual que Naty, que es una personaje trágica. A diferencia de ella, yo me veo en la obligación de surfear y ser diplomática; el enojo me lo reservo, lo canalizo a través de lo literario. Esto lo dijo muy bien Angélica Liddell, que es una dramaturga y escritora española, una de las artistas clave en el teatro en este momento, que dice: Si yo tuviera un fusil, no escribiría; como no tengo un fusil, escribo. Esto está dicho desde un lugar escénico y muy teatral y muy bello, porque si también me dieran un fusil tendría que aprender a usarlo, ¡Qué sería yo sola con un fusil en la calle! Una loca, me encerrarían. Pero me parece que estamos desposeídas de tantas herramientas de lucha contra aquello que nos enoja, que de las poquitas que una tiene, está la literatura. Tengo tan pocas, como una de las pocas que tengo es la literatura. Sin duda, yo estoy organizada con otras compañeras en otras luchas, anarquistas, feministas, antirracistas, pero la trinchera literaria, que es un espacio tan íntimo y de soledad, es también aquel que me permite los mayores desbarres, las mayores bizarrías. Y estoy aprendiendo a tomar esa libertad, que es el lugar de trinchera que puede ser verdaderamente peligroso. Alguien podría decir que no, pero puede ser verdaderamente peligroso, todavía se siguen censurando libros, secuestrando ediciones, persiguiendo a sus autores por terrorismo.
—Menciona la palabra trinchera, justo iba a preguntarle si la literatura es su fusil o su trinchera. Me parece que son dos cosas distintas.
–Bueno, en la trinchera puede estar una con el fusil.
—En la trinchera uno se protege, pero el fusil es para atacar.
–Pues creo que en la novela ocurren las dos cosas. La ficción tiene la maravilla que una dice que es la ficción, una no habla en primera persona, no es un ensayo o un artículo periodístico que tenga primera persona. A mí no me podrían achacar las opiniones que hay ahí, porque están interpretadas por mis personajes. Mis personajes son mi carne de cañón. La novela es una carne de cañón. Pero, del mismo modo, bendita sea la literatura, permite la interpelación directa. O sea, esas que son, esas que yo mando al paredón de la realidad, esas cuatro que mando al paredón de la realidad, igual precisamente por ser esa carne de cañón, al mismo tiempo son ofensivas, no sólo son defensivas, sino que son ofensivas. Los personajes de ficción que nos muerden, como zombies. En alguna parte de la novela lo dicen, creo que Patricia, dice: Somos discapacitadas intelectuales, pero comedoras de cerebros, somos personajes envilecidos, denostados por la sociedad, pero nuestra mera existencia, en tanto que no normalizada, ya es insoportable, genera una incomodidad tal, que ya es ofensiva. La mera existencia del raro, del no normalizado, ya es ofensiva. Así que, gracias a Dios, con la literatura he descubierto yo que con la literatura se puede hacer eso.
—Suena mucho a Los olvidados, de Luis Buñuel.
–Ahí está. Qué bien, qué bueno, qué bueno. Sin duda.
—Con esto que me dice de sus personajes, acaba de poner a Madame Bovary por los suelos.
–Sí, ja, ja, ja. Sí, justo hablo de eso. Aparece el término “bovarismo”. Que eso es algo creado colectivamente con un grupo de buenas amigas de la universidad, en los años de carrera que estábamos descubriendo el mundo, la edad adulta, el modo de relacionarnos afectivamente, y ya nos damos cuenta las cuatro que teníamos más de Madame Bovary que de mujeres emancipadas que lo que pensábamos. Y fue un modo muy espontáneo, una manera muy bella de quizás empezar a a echar a andar una politización feminista, de darnos cuenta de nuestros propios grilletes, de nuestro propio gusto por satisfacer al varón, o de ser la amante ideal.
—Yo lo comentaba, al contrario, por la famosa frase de Flaubert: Madame Bovary soy yo, pero usted dice: No, mis personajes son mi carne de cañón.
–Ah, desde ese lugar me lo decía. Bueno, claro, él se identifica con los personajes. No, yo no tengo ninguna intención de identificarme con los personajes, para mí mis personajes son instrumental. Mis personajes son mis aliadas, pero para nada siento yo ese apego, no las vivo ni como hijas; no, no, no, son un producto, lo pueden comprar en las librerías, lo pueden criticar, despellejar. Los personajes, gracias a Dios, son zombies, fantasmas, no mueren; yo sí que muero.
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